enero 22, 2010

Indómito

“Como las hierbas indómitas que crecen en las autopistas mejor construidas”, como el agua que intenta contenerse en las manos, como el paso del tiempo, como el amanecer y el ocaso, como la vida y la muerte, inevitable.
Como el perfume de los jazmines, como el sueño mal dormido, como el ruido del mar, como las hojas flotando en el aire de una tarde ventosa de otoño, penetrante, invasivo, ineludible.
Los ríos siempre dan al mar, la continuidad de las estaciones se sucede cada cuatro meses. Los cuerpos crecen y envejecen; las manos construyen, golpean y acarician. Como todas aquellas cosas que pueden pensarse pero nunca encuentran de razón. Como todas aquellas cosas que encuentran de razón pero una fuerza superior las empuja hacia la orilla opuesta.
Es aquello que de miles de explicaciones no tiene ninguna. Que ocurre o no, porque sí o porque no, porque no sé, porque pasa… como las transparentes cualidades que conservamos del origen y que con el paso de los años se nos van desdibujando ante la ficción mundana.
Y así, sin “pero” ni “porqué”, sin causas y con infinitas consecuencias, surge.
Se aloja en un lugar cálido y va creciendo hasta en situaciones críticas. Crece hasta cuando se evita, florece en los espacios mas recónditos, se escapa… busca soltarse de la mano, no ser controlado por las cuestiones de la conciencia. Sólo por eso se transforma en inconsciente. Pero sólo por oposición porque no puede ser descripto ni explicado, no puede ser ordenado ni encuadrado, no tiene lógicas.
Curiosamente es quien provoca la mayor felicidad y la mayor tristeza. Es quien de alguna forma da sentido a los días, da luz a las sombras más oscuras, da fuerza en la derrota, otorga paz en medio de la guerra, construye.
Es así, poderoso, eterno, indestructible, puro, pleno, indómito y “se hizo carne en mi”.

Ella

La tormenta fría cae sobre el cálido mar, la unión de las aguas provoca cierto vapor adormecedor. Las gotas se engrosan haciendo surcos en las olas que compiten en intensidad y valor. Los truenos replican en las rocas en ecos eternos. No hay relámpagos. Lluvia pura, mar bravío, vapor, ruido eterno de agua.

Ella escapa de las aguas y trepa a la roca más alta. Sabiendo que su vida podría acabar en ese instante, nada importa, sólo la concreción de su deseo mayor o morir. Es un pacto con la ferocidad de la tormenta, con el ritmo de las mareas, con el Dios del mundo, con algo o alguien que sepa escuchar. No importa ya vender el alma, no importa entrar en trance o ser poseída, necesita saciedad a su deseo.

Todo turbio, todo perdido, se enreda en aguas de mar y de tormenta, la revuelca una ola agresiva, pierde la conciencia, el cielo se ilumina en un relámpago fugaz.

Y después de tanto desear, sólo despertar.

Canta el canto de los pájaros con el fondo de sus cuerdas, corre por las playas desiertas, no sabe usar con facilidad sus piernas, cae una y mil veces, una y mil veces más se levanta.

Estira sus extremidades en la búsqueda de aliento, está viva, respira, siente su corazón latir, la sangre le hierve, cae sudor de su frente. Sus uñas están destruidas, los cabellos al viento, salvajes, eternos. Se levanta de la arena clara, mira el horizonte vuelva a correr, pega saltos que quieren llegar al cielo.

El pelo cubre su espalda hasta llegar al fin de su belleza, de frente cubre sus senos, perfectos, firmes, jóvenes. Los cabellos rubios cobrizos, de tez mate, ojos celestes violáceos, incisivos, cuestionadores, penetrantes, seductores.

Se mira reconociéndose, se ríe, se vuelve a mirar. Contempla el mar, le agradece. Pisa por primera vez la playa, pisa por primera vez algunas pequeñas olas.

Y detrás de la escena va cayendo el sol sobre el agua clara, va bajando el día y ella ya no es parte de ello, ahora es su propia novedad.